Una de las cosas que el ser humano más busca es la felicidad, y lo que más se oye es que no son felices.
Éste es infeliz porque no tiene dinero, el otro porque le falta la salud; otro porque su pareja le abandonó, y el otro porque nadie le quiere.
Uno reclama de la soledad, otro de la familia numerosa que le agobia con mil problemas.
Uno culpa el exceso de trabajo, el otro reclama de la falta de él;
Uno ama la lluvia, el viento, el frío...otro aborrece el tiempo que no le permite disfrutar de la playa, de los helados y del calor del sol.
En todo este panorama, el ser humano continúa en busca de la felicidad.
¿Dónde se ocultó la felicidad?
Soberanamente sabio, Dios no puso la felicidad en el gozo de los placeres carnales. Además, una criatura necesita de otra para alcanzar su plenitud, pero cada vida es independiente, y en la mayoría de las veces uno tiene que dejar su pareja sola aquí en la tierra, y presentarse delante de Dios en la eternidad.
Amoroso y bueno, Dios no puso también la felicidad en la belleza del cuerpo, porque ella es pasajera; los años pasan y la belleza cambia. La piel antes fina y delicada, sin arrugas y sin manchas no resisten al paso del tiempo, y los conceptos de belleza se modifican: lo que ayer era exaltado, hoy ya no merece aplauso.
Tampoco Dios puso la felicidad en la conquista de los logros humanos, porque todo eso es igualmente transitorio: los trofeos hoy conquistados mañana pasarán a otras manos.
Igualmente Dios no puso la felicidad en la salud o en la fuerza del cuerpo, que hoy se presenta y mañana se ausenta.
En fin, Dios, perfecto en todas sus cualidades y obras no puso la felicidad en nada que dependiera del ser humano, de alguna cosa externa, de un tiempo o de un lugar.
Estableció sí, que la felicidad depende exclusivamente de nuestra relación con Él; brota de nuestra intimidad con Dios. Como enseñó Jesús, nuestro Maestro: "El reino de los cielos está dentro de vosotros"; por eso se hace posible la felicidad aquí en la tierra, y goza de ella la persona que no pone obstáculos y condiciones externas para conquistarla. Es feliz aquél que tiene conciencia de su condición de hijo de Dios, inmortal, coheredero con Cristo Jesús. El que no se ata a pequeñas cosas, porque sabe que ya no es esclavo, y tiene sus ojos puestos en Jesús, el autor y consumador de la fe. Si tiene familia, es feliz porque tiene personas para amar, para cuidar y proteger. Si no la tiene, ama a quien se presente, ayudando al pobre, a la viuda y al huérfano que se sienten solos.
Si tiene salud, usa sus días para hacer el bien; si la enfermedad se presenta, agradece a Dios la oportunidad de poder poner en acción su fe y recibir la sanidad divina.
Si tiene un techo es feliz, porque puede hospedar a otro hermano, recibir amigos...Si no lo tiene, vive con dignidad y consciente que nada en verdad le pertenece. Nada lo perturba...
Finalmente, el hombre feliz es aquél que reconoce que la tierra es solamente un lugar de paso, una escuela de aprendizaje. Que sabe que vino para aprender a ser mejor persona, pero terminado su tiempo, volverá a su antigua morada.
La verdadera felicidad consiste en la conquista de bienes no perecederos, en buscar en reino de Dios y su justicia. Y la felicidad tiene un nombre que es sobre todo nombre: "Jesús"; y la alcanza todo aquél que entrega su vida en Sus preciosas manos.
¿No tienes dinero, un trabajo, un techo? Él te proveerá: "Salmo 68:10, Salmo 23".
¿No tienes salud? Él te sanará, porque ha dado Su vida en la cruz del Calvario, para tú puedas disfrutar de una vida plena y abundante (Isaías 53).
¿Te sientes solo y rechazado? Ven a Él, pues Él nunca te rechazará, y además, estará contigo para siempre (Juan 6:37 y Mateo 28:20).
Ven a Jesús, Él es la felicidad que tanto anhelas y buscas. Dios os bendiga.
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