martes, 6 de marzo de 2012

Acróstico: Marcelino Pereira da Silva

Menino travesso, tão meigo
Amigo constante nos instantes
Relíquia sagrada e querida
Companheiro na jornada da vida.
Espírito de luz abençoado
Lenitivo de esperança futura
Impetuoso, audaz, tão nobre
Navio aportado, braços abertos
Oráculo para as minhas preces e desejos.

Partícula do meu todo
Esperança e concreto
Rocha erguida no deserto da vida
Emissário das boas novas
Imortal no meu coração
Raio de luz, meu regaço
Alimento do meu eu na edificação.

Dádiva sagrada, presente divino
Abrigo nas tempestades, minha bonança.

Sábio nos ensinamentos da vida
Inesgotável fonte de sabedoria humana
Libertador do meu eu
Valioso tesouro sem preço
Admirável companheiro, meu amigo verdadeiro.

Pensamiento: El egoísmo y la soberbia del ateo son los obstáculos que le impiden ver que hay un Ser superior a él, que es Dios.

jueves, 1 de marzo de 2012

Los Atributos de Dios - Libro de A.W.Pink -Parte 2

       Los decretos de Dios - El decreto de Dios es su propósito o determinación respecto de las cosas futuras. Hemos usado el singular - como hace la Escritura (Romanos 8;28, Efesios 3:11) - porque sólo hubo un acto de su mente infinita acerca del futuro. Nosotros hablamos como si hubiera habido muchos, porque nuestras mentes únicamente pueden pensar en ciclos sucesivos, a medida que surgen los pensamientos y las ocasiones; o en referencia a los distintos objetos de su decreto, los cuales, siendo muchos, nos parece que requieren un propósito diferente para cada uno. Pero el conocimiento divino no procede gradualmente o por etapas: "El Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos antiguos"(Hechos 15:18).
       Las Escrituras mencionan dos decretos de Dios en muchos pasajes y utilizando varios términos. La palabra "decreto" se encuentra en el salmo 2:7, etc. En Efesios 3:11 leemos acerca de su "propósito eterno". En Hechos 2:23 de su "determinado consejo y anticipado conocimiento". En Efesios 1:9 del "misterio de su voluntad". En Romanos 8:29 dice que Él también "predestinó". En Efesios 1:9 se menciona "su beneplácito". A los decretos de Dios se los llama sus "consejos", indicando que son consumadamente sabios, y su "voluntad" para mostrar que Dios no está bajo sujeción alguna, sino que actúa según su propio deseo. Cuando la regla de conducta de una persona es su propia voluntad, resulta generalmente caprichosa e irrazonable; pero en el proceder divino la sabiduría está siempre asociada con la voluntad y, por tanto, se dice que los decretos de Dios son "el designio de su voluntad" (Efesios 1:11).
       Los decretos de Dios está relacionados con todas las cosas futuras sin excepción: todo lo que se lleva a cabo a su tiempo, fue predeterminado antes del principio del tiempo. El propósito  de Dios afectaba a todo - grande o pequeño, bueno o malo -, aunque debemos apresurarnos a afirmar que, si bien Dios es quien ordena y controla el pecado, no es en modo alguno su Autor de la manera que es el Autor del bien. El pecado no podía proceder de la creación directa o positiva de un Dios Santo, sino solamente de su permiso por decreto y su accíón negativa. El decreto de Dios es tan amplio como su gobierno, y se extiende a todas las criaturas y acontecimientos. Se relaciona con nuestra vida y con nuestra muerte; con nuestro estado en el tiempo y en la eternidad. De la misma manera que juzgamos los planes de un arquitecto inspeccionando el edificio levantado bajo sus directrices, así también aprendemos por las obras de Aquel que hace todas las cosas según el designio de su voluntad cuál es (era) el propósito que tenía.
       Dios no decretó meramente hacer al hombre, ponerlo sobre la Tierra y luego dejarlo bajo su propia guía incontrolada; sino que fijó todas las circunstancias de la muerte de los individuos y todos los pormenores que la Historia de la raza humana comprende, desde su principio hasta su fin. No decretó solamente que se establecieran leyes para el gobierno del mundo, sino que dispuso la aplicación de las mismas en cada caso particular. Nuestros días están contados, así también como los cabellos de nuestra cabeza. Podemos entender el alcance de los decretos divinos si pensamos en las dispensaciones de la Providencia en las cuales aquellos se cumplen. Los cuidados de la Providencia alcanzan a la más insignificante de las criaturas y al más nimio de los acontecimientos, tales como la muerte de un gorrión o la caída de un cabello.
       Consideremos ahora algunas de las peculiaridades de los decretos divinos. Estos son, en primer lugar, eternos. Suponer que algunos de ellos se haya dictado dentro del tiempo, equivale a decir que se ha dado un caso imprevisto o alguna combinación de circunstancias que ha inducido al Altísimo a tomar una nueva resolución. Esto significaría que los conocimientos de la Deidad son limitados, y que con el tiempo esta va aumentando en sabiduría, lo cual sería una blasfemia horrible. Nadie que crea que el entendimiento divino es infinito y que abarca el pasado, presente y futuro, asentirá nunca a la doctrina de los decretos temporales. Dios no ignora los acontecimientos futuros que se ejecutarán por voluntad  humana (los ha predicho en innumerables ocasiones), y la profecía no es otra cosa que la manifestación de su presencia eterna. La Escritura afirma que los creyentes fueron escogidos en Cristo antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4); más aún, que la gracia les fue "dada" a estos ya entonces (2 Timoteo 1:9).
       En segundo lugar, los decretos de Dios son sabios. La sabiduría se muestra en la selección de los mejores fines posibles y de los medios más apropiados para cumplirlos. Por lo que conocemos de los decretos de Dios, es evidente que poseen esta característica. Así se nos descubre en su cumplimiento: todas las muestras de sabiduría en las obras de Dios son prueba del plan sabio por el que se llevan a cabo. Como declara el Salmista: "¡Cuán innumerables son tus obras, oh Jehová! Hiciste todas ellas con sabiduría" (Salmo 104:24). Sólo podemos contemplar una pequeñísima parte de ellas; pero, como en otros casos, conviene que procedamos a juzgar el todo por la muestra, lo desconocido por lo conocido. Aquel que, al examinar parte del funcionamiento de una máquina, percibe el admirable ingenio de su construcción, creerá, naturalmente, que las demás partes son igualmente admirables. De la misma manera, cuando las dudas acerca de las obras de Dios asaltan nuestra mente, deberíamos rechazar aquellas objeciones que no podemos reconciliar con nuestras ideas de lo que es bueno y sabio. Cuando alcancemos los límites de o finito y miremos hacia el misterioso reino de lo  infinito, exclamemos: "¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!" (Romanos 11:33).
       En tercer lugar, los decretos de Dios son libres. "¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová, o le aconsejó enseñándole? ¿A quién pidió consejo para ser avisado? ¿Quién le enseñó el camino del juicio, o le enseñó ciencia, o le mostró la senda de la prudencia?" (Isaías 40:13,14). Cuando Dios dictó sus decretos, estaba solo, y sus determinaciones no se vieron influidas por causa externa alguna. Era libre para decretar o dejar de hacerlo, y para decretar una cosa y no otra. Es preciso atribuir esta libertad a Aquel que es supremo, independiente y soberano en todas sus acciones.
       En cuarto lugar, los decretos de Dios son absolutos e incondicionales. Su ejecución no está supeditada a condición alguna que se pueda o no cumplir. En todos los caso en los que Dios ha decretado un fin, ha decretado también todos los medios para dicho fin. El que decretó la salvación de sus elegidos, decretó también el obrar fe en ellos (2 Tesalonicenses 2:13). "Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero" (Isaías 46:10); pero esto no podría ser así si su consejo dependiese de una condición que pudiera dejar de cumplirse. Dios "hace todas las cosas según el designio de su voluntad" (Efesios 1:11).
       Junto a la inmutabilidad e inviolabilidad de los decretos de Dios, la Escritura enseña claramente que el hombre es una criatura responsable de sus acciones, de las cuales debe rendir cuentas. Y si nuestras ideas están conformadas por la palabra de Dios, la afirmación de una de sus enseñanzas no nos llevará a la negación de la otra. Reconocemos que existe verdadera dificultad en definir dónde termina la una y dónde comienza la otra. Esto ocurre cada vez que lo divino y lo humano se confunden. La verdadera oración está redactada por el Espíritu; no obstante, es también el clamor de un corazón humano. Las Escrituras constituyen la palabra inspirada de Dios, pero fueron escritas por hombres que ran algo más que máquinas en las manos del Espíritu. Cristo es Dios, y también es hombre. Es omnisciente, pero "crecía en sabiduría" (Lucas 2:52). Es todopoderoso y, sin embargo, "fue crucificado en debilidad" (2 Corintios 13:4). Es el Príncipe de vida, pero murió. Estos son grandes misterios, pero la fe los recibe sin discusión.
       En el pasado se ha señalado frecuentemente que toda objeción en contra de los decretos eternos de Dios se aplica con la misma fuerza contra su eterna presciencia. Tanto si Dios ha decretado todas las cosas que acontecen como si no lo ha hecho, todos los que reconocen la existencia de un Dios reconocen que este sabe todas las cosas de antemano. Ahora bien, es evidente que si Él conoce todas las cosas de antemano, las aprueba o no las aprueba; es decir, bien quiere que acontezcan o bien no lo quiere. Pero querer que las mismas acontezcan es decretarlas.

Finalmente, tratemos de hacer una suposición y luego consideremos lo contrario de la misma. Negar los decretos de Dios sería aceptar un mundo - y todo lo que se relaciona con él - regulado por un accidente sin designio o por un destino ciego. ¿Qué paz, qué seguridad, qué consuelo habría entonces para nuestros pobres corazones y mentes? ¿Qué refugio al que acogerse en la hora de la necesidad y la prueba? Ni el más mínimo. No habría cosa mejor que las negras tinieblas y el abyecto horror del ateísmo. ¡Querido lector, cuán agradecidos tendríamos que estar porque todo se halla determinado por la bondad y la sabiduría infinitas! ¡Cuánta alabanza y gratitud le debemos a Dios por sus decretos! Por ellos sabemos que "a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados" (Romanos 8:28). Bien podemos exclamar: "Porque de Él, y por Él, y para Él, son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos. Amén." (Romanos 11:36). Dios os bendiga.